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19 oct 2012

Otra vez... ¡Una mañana!

Dan las cinco de la mañana y mi cuerpo – no se si por impulso propio o por aquel incansable chirrido del despertador – decide que ha llegado el momento de levantarse. A oscuras, entre movimientos lentos y aún adormilados, mis pies buscan las acolchonadas piezas de calzado que, en mañanas tan frías como la de hoy, son imprescindibles. Las primeras sensaciones del día no son buenas, pero finalmente me resigno al comienzo de la rutina diaria. Todo va en orden, primero el castigo, luego el desfile, más tarde el empacho y por último la carrera. Segundos, minutos, han pasado ya desde que dieron las 5. Decido que ya es tiempo de enfrentarse al ‘castigo, como suelo llamarlo yo, de la mañana’. Un chorro de agua roza mi piel. Un grito ahogado emite mi boca. “¡Vaya!, sí que está helada.” me digo a mi misma. El agua invernal, una vez más, hizo de las suyas. Poco a poco, sin embargo y como ya es costumbre, mi cuerpo la acepta y se entrega con extraño placer. Como es de esperarse la hora no se detiene. “Cinco y treinta”, me recuerda mi reloj que aparece sentado encima del colchón; y, la ropa en el placar insiste en que comience la elección matutina. El show de moda frente al espejo no dura mucho; una que otra revisión y ‘¡voilà!’ lista para seguir con la rutina. Mis pasos se dejan escuchar en una nueva habitación. “Que aburrido es prepararse el desayuno” piensa, día tras día, mi mente; aunque dicen que una buena alimentación ayuda al buen rendimiento académico… En fin, con movimientos ya más ágiles, mis manos se adentran en un pequeño mundo culinario, del que se puede ser espectador de tres importantes momentos: El burbujeante sonido de la olla cociendo la blanca y cremosa avena; los filudos dientes del cuchillo partiendo el pan a la mitad, y la muerte de las frutas bañadas en leche por parte de una licuadora tosca y ruidosa. Termina la función y comienza la acción. Mordiscos violentos y sorbos apurados. Mis ojos no miran lo que con tanto esfuerzo preparé, solo osan seguir paso a paso la ruta imparable de las manecillas de un viejo reloj de pared. 6 y 30 de la mañana. Una batalla de comida recién se esta iniciando en mi estomago. Éste me pide a gritos un descanso; pero no hay tiempo, nunca lo hay. Hago oídos sordos a esos gruñidos de incomodidad. Tomo una gran bocanada de aire y mi cuerpo empieza a acelerar su ritmo. Cuadernos, bolígrafos, monedas, todo lo que está esparcido sobre mi mesa va a parar a una maleta, mochila u bolsa, que dependiendo el día, uso. El desenlace de la obra comenzó. Una rutina matutina más llega a su fin. Movilizada por fuerzas sobrenaturales; cual gacela corriendo lejos de su cazador, mis pies tan ligeros y tan veloces comienzan una carrera hacía aquella caja con ruedas saturada de pasajeros llamada bus. Una frenada brusca, un salto mortal y finalmente logro ser parte de la aglomeración humana que es transportada en el carro. 7 en punto de la mañana. Con un brazo aferrado a una fría baranda de metal, un par de audífonos adheridos a mis orejas y un rostro extenuado, comienzo el viaje rumbo a lo que muchos llaman ‘el segundo hogar’.